Antes de empezar... un poco de música brasileira.
Lo de hoy es un poco más informativo y tal. Solo un poco. Os he hecho un mapita la mar de mono con casi –CASI- todos los lugares en los que paramos (ya sea a dormir o solo de paso) entre Salvador y São Miguel.
Ver Putain roadtrip en un mapa más grande
Llegamos a Salvador y cansados de esperar un bus que no llegaba, al final nos montamos en un taxi ilegal para ir hasta Barra, un barrio guay sin ser el centro. Y flipamos en anchos de onda que los humanos no vemos de lo nuevo que está el aeropuerto y lo horteramente moderna que es la highway que va hasta la ciudad. Sí señores, las carreteras también pueden ser horteras. Lo son cuando hay bambú de 6 metros de altura iluminados con luces de colores a ambos lados de la calzada. Eso es lo que se conoce como carretera hortera. En Salvador estuvimos un par de días y visitamos –evidentemente- el Pelourinho (el centro histórico) y esas cosas. Me apuesto un pié a que en Salvador hay más iglesias que en Roma. Pero señores, vista una, vistas todas, de verdad. O al menos vistas 3 o 4, vistas todas las demás, porque si uno quiere visitar todas las iglesias de Salvador…necesita al menos una semana. Salvador es exactamente como me lo esperaba. Casitas de colores, mujeres negras vendiendo acarajé (un bollo de feijão relleno de salsa de pimienta, vatapá –mousse de gambas y coco-, caruru –una especie como de judías- y camarones sin pelar), turistas debajo de las piedras…bonito…correcto.
De Salvador fuimos a Chapada Diamantina, un parque natural en el estado de Bahía que es PRECIOSO. Dormimos por 70R$ los 4 en una habitación (siempre dormimos los 4 en una sola habitación) e hicimos excursiones por los alrededores. La más bonita fue a Cachoeira da fumaça, la segunda cascada más alta de Brasil, con 340m de altura. El agua se evapora antes de tocar el suelo. Son como 2 horas de paseíto subiendo una colina y cruzando el río que más tarde se convierte en cascada, cuyas aguas son absolutamente rojas a causa de la cantidad de hierro que hay en el suelo. Molt bonic.
Esto no viene mucho a cuento pero a lo largo del viaje hemos encontrado muchos sapos. Hay muchos sapos en el Nordeste. Yo quería besar uno, a ver si se me convertía en príncipe…pero me dijeron que son venenosos (yo creo que es mentira), así que decidí ahorrarme el herpes.
De Chapada diamantina fuimos a Mangue seco, pero evidentemente nos perdimos por el camino y el GPS daba instrucciones erráticas, así que paramos en un hotel cutre de carretera (que no motel) en un pueblucho llamado Estância y al día siguiente pusimos rumbo a nuestro destino. No por ser de día fue más fácil encontrarlo. Resultó ser un pueblecillo con calles de arena la mar de auténtico, así que no podíamos llegar hasta allí en nuestro Corsa y tuvimos que montarnos en un barquito que nos llevó hasta allí. Al llegar…éramos los únicos turistas del lugar, no kidding. Dormimos por 60R$ con desayuno (entre los 4)! Y nos hicimos amiguetes de la señora María, que nos cocinaba Moqueca de pescado y nos hacía precios especiales, aunque las caipirinhas las servía aguadas. La playa en Mangue seco estaba desierta, y los hombres se lo pasaron como auténticos enanos machacando cocos para beberse el agua. Muy primitivo. Y muy entrañable.
De Mangue seco queríamos ir a Penedo, pero una vez más…Satanás cambió las carreteras de lugar. Así que acabamos en Praia do Francês, una zona bastante turística. Pero gracias al cielo encontramos un hostalito regentado por un Argentino cincuentón que resulta que vive en la Costa Brava en verano (que es invierno en Brasil) que nos hizo un buen precio y un mejor desayuno, así que tudo bem. Visitamos Marechal Deodoro, una ciudad chiquitina y colonial como tantas otras y pusimos rumbo al norte. Objetivo: São Miguel dos Milagres.
Nos costó pero lo encontramos, y además pasamos por Maceió, capital del estado Alagoas. En la playa de Maceió hay arrecifes de coral y es la mar de bonitinho, así que dispusimos que pararíamos allí de vuelta a Salvador. La cuestión es que llegamos a São Miguel pasando por una carretera que quita el aliento de lo linda que es (parece que estás en Irlanda con palmeras). Comimos y encontramos una pousada cuya dueña decidió tratarme como si fuera su hija, así que yo la traté como si fuera mi madre. Ayudé a fregar, cogí hielo del congelador y usé los artilugios de cocina a mi antojo para hacer caipirinhas -como Pedro por su casa- y hasta bajé en pijama a desayunar (éramos los únicos clientes). Las playas allí fueron sin duda alguna las más bonitas. Primero estuvimos en una con arrecifes en la que podías andar como 200 m hacia dentro sin que el agua cubriera y luego fuimos a otra en la que estábamos completamente solos y saqué foto de mis príncipes subidos a una palmera como si fueran monos.
Esto ya está alargándose. Otro día os cuento el resto (o parte).
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